16.01.2019 / El Mercurio, Chile
Tras un retraso, por fin se presenta "Nachlass" ('legado', también 'patrimonio'), una de las últimas producciones del célebre colectivo suizo-alemán Rimini Protokoll (RP), lejos lo más atractivo programado por Santiago a Mil en términos de innovación. Desde hace dos décadas, este equipo artístico ha hecho aportes extraordinarios, primero creando un nuevo tipo de teatro documental, luego gestando propuestas que son teatrales sin ser teatro (no hay escenario ni actores). Con un componente, además, de reportaje periodístico en directo. Cada trabajo suyo de seguro no se parece a nada que uno haya visto antes; sin embargo, no existen otras instancias capaces de dar un reflejo tan sensible y estimulante -a la vez cercano y verdadero- del hombre contemporáneo y su circunstancia.
Después de "Remote Santiago" y "App recuerdos", esta es la tercera obra de RP en nuestro medio y la primera sin carácter de intervención urbana. Codirigida por Stefan Kaegi, uno de sus tres fundadores, y Dominic Huber, ambos de 46 años, es una propuesta mucho más compleja y sustanciosa, una suerte de instalación interactiva que, por un lado, ofrece una radiografía de cómo los europeos de hoy asumen el término de sus días -con todas las cuestiones prácticas y emocionales que ello implica-, y por otro -el aspecto que más nos toca a nosotros-, retrata a la muerte como un estadio natural e ineludible de nuestra existencia. Algo de lo que a los chilenos no nos gusta hablar, y aquí se nos invita a enfrentar sin ningún rasgo depresivo o macabro.
"Nachlass" brinda una experiencia única y muy íntima compartiendo el retrato y la historia de ocho personas reales en conocimiento de que les quedaba poco tiempo de vida. Con ese fin, por dos años, los autores investigaron y registraron en audio y video a esos personajes, cuya principal preocupación es no dejarles problemas a sus familiares (en cuanto a su testamento y restos mortales, sin duda) y resolver los temas pendientes a nivel afectivo y profesional. Mientras, piensan cómo se les recordará, que opinarán los que quedan acerca de cuál fue el sentido de su paso por el mundo. Sus reflexiones están empapadas de un balance existencial; los más religiosos se ponen en manos de Dios, los que sufren enfermedades incurables usarán su derecho a decidir cuándo decir adiós (en Suiza y otros países europeos, la muerte asistida es legal).
Cincuenta personas acceden primero a una suerte de hall de distribución en que hay ocho puertas con un nombre y un contador de tiempo; en el cielo raso, un mapamundi y un timer que consigna las muertes estimadas por segundo en el planeta. Desde allí se entra en grupos de seis a los distintos cubículos -habitaciones deshabitadas que con su escenografía, objetos y fotos personales, grabaciones de imagen o solo sonido-, los que permitirán conocer la figura, situación, actitud y decisiones del respectivo personaje (algunos en el intertanto fallecieron).
Hay relatos conmovedores; otros asombrosos o sugerentes. Pero es imposible que el conjunto no deje una huella difícil de borrar. No se recomienda, sí, a los muy jóvenes, porque -claro- ellos se sienten inmortales.